Carlos
No fue hasta mucho después que descubrí porque mi madre lavaba tantas sábanas. Siempre tenía el tendedero lleno de ellas y en casa sólo había dos camas, la suya y la mía y de mi hermano pequeño, dormíamos juntos y la cambiaba una vez por semana. Cuando la veía frotando sus manos contra la tabla me acercaba a ella y le preguntaba qué hacía, me contestaba que tenía que sacarnos adelante, que crecíamos muy deprisa y que teníamos que comer bien para estar sanos. Luego le pedía si podía ayudarla, entonces me acariciaba la cara con su mano, una mano áspera, ajada y con olor a lejía, mientras me miraba a los ojos y me decía que quizás algún día.
Una tarde me dijo que sí, que no tenía tiempo y que tenía que bajar unas cuantas sábanas a casa de la señora María, en el sótano. Bajé con la cesta y llamé a la puerta. Me abrió ella y me dijo que acababa de llegarle una visita y que no podía hacerme caso, que se las dejara a Lola, que estaba en la cocina. Al pasar, allí estaba Lola, lavándose los pies en un barreño.
- Hola, ¿tú quién eres?
- Carlitos.
- Mejor Carlos, es más bonito, ¿no? No me gustan los motes ni diminutivos, ¿y a ti?
- N..., no, tampoco.
- ¿Qué quieres?
- Traigo las sábanas.
- ¡Ah!, déjalas encima de la mesa, luego las guardo.
Me acerqué a la mesa y dejé la cesta. Al darme la vuelta para irme me quedé parado, Lola estaba echada hacia delante y su blusa estaba abierta, su pecho asomaba y bailaba de un lado a otro al frotarse el pie. Me quedé mirándola.
- ¿Qué miras?
Me quedé callado mientras ella se miró el escote, volvió a mirarme sonriendo y yo agaché la cabeza.
- ¿Cuántos años tienes?
- Tre.. tre... trece.
- Ya casi un hombre.
Seguí callado.
- Cierra la puerta.
Me acerqué hasta la puerta arrastrando los pies.
- Acércate ahora.
- Venga, no tengas miedo.
Me acarició igual que hacía mi madre, pero su mano era suave y olía a jabón, a jabón limpio.
- Dame la mano.
La cogió y la llevó a su pecho, recuerdo que era grande, cálido y que pesaba; y que había como un botón. No me movía y no hacía más que mirar al suelo, sitiendo como me ardían las orejas.
- Mírame Carlos, que no muerdo.
Levanté la cabeza y me quedé clavado en sus ojos negros.
- Ya casi eres un hombre, tendrás unos ojos bonitos.
No sabía qué decir, sólo sabía que no quería irme.
- Venga, vete ya.
No paré de correr por las escaleras hasta que llegué a casa. Mi madre me miró.
- ¿Qué te pasa, Carlitos?
- Carlos, me llamo Carlos.
- Ya, ya veo - contestó mi madre suspirando.
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