Relato mínimo sin nombre
No recuerdo el día en que los toqué por primera vez pero seguro que fue a hurtadillas y amparado en la oscuridad de un cine de programa doble. A través de la fina tela del sujetador y a pesar de la mutua inexperiencia noté su reacción y crecimiento. Continué frotando la tela satinada e intenté meter mi mano por dentro pero el atrevimiento no fue permitido en aquel primer escarceo.
Pasado un tiempo no demasiado largo, lo pude y disfrutar completamente en compañía de su hermano gemelo sin obstáculos textiles ni de luz. Tenían un tamaño normal en medio de una areola sonrosada y reaccionaban claramente a mis lametones y succiones. Siempre han sido agradecidos en ese sentido y siempre han sido el paso necesario para acceder a la parte más íntima y lubricada.
Crecieron en los embarazos pero, seguramente por bisoñez y timidez retroalimentadas, no recuerdo haber tenido el atrevimiento de jugar con su nuevo y apetitoso tamaño y color. Seguramente aquella inhibición provocó mi pasión morbosa posterior por los de color más oscuro y prominentes. En mis aventuras crepusculares no gratuitas los he encontrado “variados, grandes y pequeños, pináculos huidizos y entregados, medianas colinas apenas levantadas y turgencias desbordadas”, pero no he encontrado aún esa imagen soñada y quizá imposible que me acompaña.
Ahora, cuando han pasado un número de años preferiblemente no cuantificables, me sigue gustando tocarlos, esporádicamente, en la oscuridad de un amanecer y sentir que siguen reaccionando de forma más dificultosa, pero completamente sincera.
|