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“¡Estoy cagando!”. Esas fueron sus palabras exactas cuando, sobre las dos de la mañana, yo entré en el baño de la casa de mi amigo Felipe, creyendo que estaría vacío. Las pronunció Concha, su mujer, una morena entrando en la cuarentena, que estaba, efectivamente, sentada en el trono, y en pelotas. Yo había ido a visitar a Felipe a su ciudad, en Castilla, después de años sin vernos, y me quedé allí una noche. Me había invitado a hospedarme en su casa donde, al llegar, me presentó a su mujer. Me dieron de cenar estupendamente y, pasada la medianoche, nos retiramos a descansar. Fuera por la cena, algo copiosa, o por el fuerte calor del verano en la meseta, yo me desperté al cabo de un par de horas, con ganas de orinar. Sin encender luces, por no molestar, fui a tientas hasta lo que recordaba que era el baño, abrí la puerta, y me encontré con el escenario descrito: Concha sentada en la taza del váter, en traje de Eva, y anunciando con naturalidad: “¡Estoy cagando!”.

A pesar del susto pude apreciar dos tetas hermosas y bien puestas, un abdomen liso y unos muslos bien torneados. En fin, cosas que había sospechado al verla vestida, mientras nos servía la cena, pero que ahora podía comprobar en vivo y en directo. Por supuesto que mi primera reacción fue la de balbucear una excusa y largarme echando leches, pero una vez más me tentó el diablo, y una vez más caí en la tentación. Estoy muy agradecido al diablo por ponerme tantas veces en el mal camino, que a mí tanto me gusta recorrer, sobre todo en compañía. Me la quedé mirando tranquilamente y le dije: “Pues yo venía a mear”. Para mi sorpresa y admiración ella no se alteró lo más mínimo. Simplemente se echó hacia atrás todo lo que pudo en la taza y abrió las piernas, dejando un buen agujero. “Pues… mea”, fue toda su reacción.

Claro, uno no es de piedra, y su polla, tampoco. De modo que la susodicha empezó a dar señales de cierta inflamación poco compatible con la meada, y sobre todo incompatible con mi amistad con Felipe. Procuré abstraerme, y concentrarme en orientar el chorro hacia el agujero formado por los muslos y la parte delantera de la tapa. Pero apenas había empezado a aliviarme cuando ella me agarró del rabo y se dirigió la meada en forma de ducha sobre su abdomen y sus tetas, guiando la polla a uno y otro lado mientras la miraba con delectación. A mí no me gusta dejarme ganar, y menos a salido, y por una tía, o sea que me agarré el nabo, aprovechando que aún había presión, y le dirigí el chorro de orina caliente a la boca. Esto ya no le gustó, y me rechazó con suavidad. Volví a las tetas, y sobre todo, al ir perdiendo fuerza la meada, a la entrepierna, que ella mantenía bien abierta.

Apenas había terminado, y mientras dudaba de cómo sacudírmela en aquellas circunstancias, ella me cogió el miembro con dulzura y se lo enchufó a la boca. “Ahora, sí”, me dijo con la boca llena, y sonrisa pícara. Siguió una mamada de las que revelan largas horas de vuelo. En poco tiempo me transportó al paraíso de los ángeles guarros, y después de tragar mi monumental corrida lamió con gula las gotas de lefa que aún se deslizaban por mi polla. Yo estaba ahí, en pie frente a ella, alelado y sin capacidad de reacción. Concha, una vez más, tomó la iniciativa. “¿No venías a mear? Pues, hala, ya has meado, ahora déjame cagar tranquila”.

Cuando, al día siguiente, me levanté pensando en cuál iba a ser la reacción de mi anfitriona, me encontré solo con Felipe. “Concha me ha pedido que le perdones por no despedirse de tí, sale a trabajar muy temprano”.