Crónicas maduras
Intento hacer memoria buscando un motivo, quizás un acontecimiento desencadenante de lo que luego sucedió, pero no consigo recordar ningún suceso extraño en aquellas fechas. Mi vida sexual continuaba surcando, apaciblemente, los cauces habituales. Básicamente, mi relación con las mujeres durante los últimos años podía resumirse así: Conocía, casi siempre a través de internet, a mujeres de mi edad, o algo más jóvenes (yo había cumplido, entonces, los 45), me acostaba con ellas a partir de la segunda o tercera cita y cortaba la relación cuando querían presentarme a su familia. Cada relación duraba entre seis y catorce semanas. Ninguna duró menos, ni tampoco más. Los encuentros se limitaban a los fines de semana e incluían, además de sexo, cualquier actividad propia de una pareja –pequeñas escapadas, cine, paseos, cenas…— No lo había planeado así. Todo sucedía naturalmente, sin forzarlo. Una y otra vez se repetían las miradas, las sonrisas, los mensajes en el móvil, la mutua seducción, la emoción del primer beso, la pasión de los cuerpos entregados al placer,…
Me sorprendió agradablemente comprobar que las mujeres de mediana edad se cuidaban mucho. La mayoría de ellas conservaban las carnes firmes y la piel suave, pero cada una tenía su particular encanto, sus propios ritmos y su personal interpretación del libreto. Algunas llevaban mucho tiempo sin hacer el amor y eran más pudorosas al principio pero, normalmente, eran las más apasionadas pasados los primeros encuentros. Parecía que quisieran recuperar el tiempo perdido y descubrir todas las variantes sexuales que les iba proponiendo. Devoraban mi pene con glotonería, lo besaban, lo lamían, lo chupaban hasta que mi semen inundaba sus bocas. Se retorcían y gritaban cuando succionaba sus clítoris, atrayéndolos entre mis dientes y mordiéndolos suavemente. Apretaban con fuerza hacia mí, gimiendo descontroladas, cuando las tomaba por detrás agarrando su cabello. Algunas me ofrecieron sus lágrimas, fruto de la mezcla del dolor y el placer, cuando dilaté sus culitos vírgenes mientras recibían mi miembro y mis azotes. Muchas disfrutaron por primera vez del goce de someterse, de ofrecerse sumisamente, como meros objetos de placer.
Otras, por el contrario, eran más expertas y tenían un pasado sexual promiscuo y reciente. Con alguna de ellas, buscando el contraste, desplegaba mi versión más dulce. Quería que recuperara, durante unos instantes, la inocencia de la niñez. La sentaba entonces en mis piernas, acunándola, con su cabeza en mi hombro y besaba delicadamente su frente, sus párpados y sus mejillas hasta conseguir que aflorara su lado más tierno. Acompañaba siempre mis caricias con susurros envolventes: “mi niña”, “mi amor”,… hasta que su pecho me brindaba un profundo suspiro. Luego, mis labios buscaban los suyos; mi lengua, su lengua; mis manos, sus pechos. La desnudaba muy lentamente y la penetraba poco a poco, sin dejar de besarla. Nuestros movimientos se aceleraban, se volvían gradualmente más violentos, hasta que nos corríamos gimiendo al unísono. Entonces, tumbado en la cama boca arriba, la colocaba sobre mí, abrazándola, besando su frente, acariciando sus cabellos y recibiendo sus besos en mi cuello. Así podíamos pasar largos ratos entre mimos y ronroneos.
Todo parecía perfecto y así fue realmente durante varios años. La cantera de maduras faltas de afecto y en busca de compañero estable parecía infinita. Solamente debía superar, cada dos o tres meses, el mal trago de cortar la relación. Esa insistencia, común a todas ellas, en querer incorporarme vertiginosamente a su familia o a su círculo de amistades, provocaba mi pánico y me impulsaba a la huída. Ese momento nunca era fácil, ya que cada ruptura me provocaba una pequeña herida, pero –quiero ser sincero– era sólo eso, un momento. Rápidamente, la herida quedaba suturada por una nueva relación.
Pero, si todo era perfecto, ¿qué me condujo a esa página de sexo de pago? ¿Por qué accedí a ese mundo, hasta entonces desconocido para mí?
¿Continuará?
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