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Fue consciente de que sus manos comenzaron a humedecerse en el mismo momento que le dijo al taxista que se dirigiera a la estación de Santa Justa, consecuencia de las imágenes que inexplicablemente se agolpaban en su mente sin poderlas ni quererlas apartar.

El pulso se le antojó acelerado al ver el primer tren en el andén y las piernas le flaqueaban al superar, casi flotando, los dos escalones que le acercaban por fin a su destino. El 28A correspondía a un cómodo butacón de piel cuyo tacto le transportó inmediatamente a aquella habitación de hotel donde la abrazó, de espaldas, la primera vez.

Después de colocar cuidadosamente doblada sobre el portaequipajes su chaqueta azul marino, se acomodó en el sillón dispuesto a evadirse de las peculiaridades de su trabajo hasta que la dulce voz de la azafata del tren le ofreció un aperitivo –solo un fino, muy frío, por favor- dijo a la chica.

No pudo evitar fijarse en esas largas piernas que se alejaban por el pasillo, contoneándose al ritmo del latir del tren, coronadas por un hermoso trasero que a él se le antojó de piel suave, blanquísima, adornada por algunas pecas que desaparecerían entre sus grandes manos, mientras la atraía hacia si en una loca noche de sexo. La llegada del vino le sacó de sus lascivos pensamientos, pero al inclinarse la azafata para depositarlo en la mesilla, permitió no sin cierta complacencia que él pudiera observar ese par de hermosos pechos que luchaban por salir del atrevido escote del uniforme azul, dejando transcurrir unos segundos más de lo necesario antes de incorporarse de nuevo para servir al resto de pasajeros de la clase club mientras esbozaba una sonrisa de difícil interpretación.

Se recostó de nuevo en el sillón y apoyando la cabeza contra el cristal de la ventanilla la imaginó agazapada con su cámara a la salida de cada curva, para tomar esa instantánea del tren a casi 300 kilómetros por hora. Seguramente el aire desplazado por el tren levantaría su melena tostada dejando al descubierto ese esbelto cuello que tantas veces quiso volver a besar, como cuando la tuvo desnuda, sobre las negras sabanas de seda y se regocijó lamiendo cada centímetro de su piel, desde la nuca hasta los hombros, de los hombros a los pechos de agradecidos pezones que siempre reaccionaban a su contacto, deslizando los labios por su vientre y disfrutando de cómo ella se estremecía al sentir unos labios rozar, casi distraídamente, su húmedo sexo.

¿Le apetece comer, señor?- le asustó la voz de la azafata.

Ensalada y pescado, dijo él suponiendo que el menú sería el mismo del día anterior, aunque el viaje había sido en sentido inverso. Se alegró al ver cómo la azafata asentía con una amplia sonrisa y sacaba la bandeja adecuada del carrito, inclinándose sin doblar las piernas, lo que provocó que la falda se elevase lo suficiente para que él pudiera observar sin mayor dificultad que no llevaba por ropa interior nada más que las negras medias que le cubrían hasta la mitad de los muslos.

El menú no era lo bastante sabroso como para impedir que dejara de imaginarla detrás de cada curva, con su cámara, su saber hacer, su piel suave y blanca y evocar de nuevo el sabor de su pequeña muerte inundándole el rostro.

Recordó de nuevo el tacto sedoso de las sabanas en su espalda y el aliento de ella en su sexo, el olor de aquella habitación de hotel y el del ligero perfume de ella, el sabor del porrito que compartieron y el de aquella boca de labios ardientes, el estribillo de la canción de extremoduro y el sonido de su cuerpo golpeando el de ella en esa postura tan socorrida, la visión de su pene introduciéndose en lo más profundo de ella y la del rostro desencajado del tío del espejo.

El pitido del tren anunciando su llegada a Atocha le devolvió a la realidad, haciéndole dudar de si lo había vivido esa misma tarde, el martes anterior o hacía meses.

Abandonó ensimismado la estación, dirigiéndose al aparcamiento y revisando mentalmente su agenda para estudiar la posibilidad de disfrutar de nuevo de su compañía, cuando al acercarse allí estaba ella, apoyada contra el respaldo de la Harley blanca, con su melena suelta, la más provocadora de sus sonrisas, la bolsa de la cámara de fotos y su chupa de cuero.

Ya con el motor en marcha, ella no pudo reprimir una sonrisa al recordar la excitación que solía provocarle la vibración del gran Vtwin bajo su trasero y él incluso se ruborizó al ver como en su mente se agolpaban las más libidinosas fantasías.

Desaparecieron entre el denso tráfico, dispuestos a vivir otro apasionado encuentro, sin un fin más definido que fundir la energía del uno con la del otro y homogeneizarse con la energía universal que tantas veces habían canalizado en otras situaciones, con distinta compañía y quizás, en otro tiempo muy muy distante del presente.

By Discreto.

P.D.: todo lo anterior no está basado en hechos reales del pasado, pero quizás si en hechos reales del futuro.