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La víctima del comisario Martínez


El comisario Martínez apagó con su zapato negro, cuidadosamente lustrado, la colilla del cigarrillo que acababa de apurar. Tabaco barato, sin filtro, que curtía sus pulmones y su piel. Dirigió su vista hacia la puerta por donde la mujer a la que perseguía acababa de entrar y sonrió, con una sonrisa torva de satisfacción. Estaba acorralada, no tenía ninguna posibilidad de escapatoria. Las horas de espera, de discreta persecución por las calles de Madrid, habían dado su fruto. Todo había sido cuidadosamente planeado, todo había salido según lo previsto. Una brillante planificación y una no menos brillante ejecución. Martínez volvió a sonreír. Había disfrutado del acecho y esperaba anhelante la consumación de la captura. Su sonrisa daba miedo.

Martínez se alzó el cuello de su gabardina negra de cuero, se caló el sombrero del mismo color y del mismo material, y se encaminó con pasos lentos pero decididos hacia la puerta. Parecía sólida y sin duda estaba cerrada; eso dificultaría el desarrollo de la operación, aunque confiaba en su capacidad de forzar cerraduras, puesta a prueba con éxito en multitud de ocasiones. Aún confiaba más en su suerte y comprobó con cautela si la puerta estaba cerrada. Tampoco está vez su proverbial fortuna le falló. El pomo cedió fácilmente ante el movimiento de giro de su muñeca. La puerta emitió un imperceptible quejido y se abrió sin dificultad, permitiéndole el acceso a un hall desnudo de muebles, con un gran espejo en el que Martínez se vio reflejado. Le gustó lo que vio, resultaba amenazador.

Sigilosamente se abrió paso al interior de la vivienda, atento a los pequeños ruidos u otros indicios que le indicaran la localización de su víctima. El largo pasillo estaba a oscuras, Martínez se movió pegado a la pared, asomándose a las diferentes estancias, para comprobar que ella no estaba allí. Finalmente vio que de la última puerta surgía una linea de luz. La había localizado. Su corazón y su respiración se aceleraron, su lengua enjuagó una gota de sudor que descendía por su fino bigote negro; notó además un leve cosquilleo en la boca del estómago y una ligera humedad en las palmas de sus manos que contrastaba con la sequedad de su boca. Si hubiera podido ser consciente de ello habría notado además como sus pupilas se dilataban y su vello corporal se erizaba. Su cuerpo le mandaba mensajes de alerta y le preparaba para la acción. Millones de años de evolución, de mejoras adaptativas, habían sofisticado las respuestas fisiológicas de su organismo, transformándolo en el depredador perfecto.

Silenciosamente miró en el interior de la habitación a través de la rendija de la puerta. Ella estaba allí. Iba vestida con unos zapatos negros de tacón de aguja, unas medias de rejilla negras con ligueros del mismo color, un breve tanga y un corpiño azul de fantasía que pugnaba por contener sus turgentes senos en una batalla que tenía de antemano perdida. Ella se estaba aplicando crema por su pecho, con unos movimientos lánguidos y a la vez voluptuosos. Martínez observó en silencio cómo ella jugaba con su cuerpo, se exploraba, acariciaba lentamente sus lugares más recónditos, emitiendo leves sonidos de deleite, ajena a la presencia que la espiaba e invadía esos momentos de intimidad y de placer solitario. Martínez sintió una poderosa erección abriéndose paso a través de su ropa interior. Esperó un momento más, disfrutando del espectáculo que se le brindaba. Finalmente, no pudo más e irrumpió en la habitación abriendo la puerta con violencia. Se abalanzó sobre ella, reparando en su rostro, que reflejaba la estupefacción y el miedo. Le arrebató e hizo jirones su escasa vestimenta para admirar el rotundo esplendor de su cuerpo y se preparó para el asalto final, descubriendo su pene enhiesto y palpitante. Aprovechando ese momento, ella intentó escapar hacia la puerta, pero el interceptó su retirada con un felino salto y la acorraló, hasta que ella cayó en el lecho, indefensa.

Ese era el momento más glorioso; el momento de la rendición, de la resignación. El momento en que ella comprendió que lo que iba suceder era inevitable, que toda resistencia era absolutamente inútil, que gritar, insultar, lanzar golpes ciegos a su agresor no tenía ningún sentido. Para Martínez fue el momento más excitante, cuando reconoció en su mirada que la había vencido y que aceptaba con fatalidad su destino. La inmovilizó sobre la cama con sus fuertes brazos, le separó las piernas con una violencia inusitada, multiplicada por su poderoso deseo, y la penetró. Ella se debatió, inicialmente con la fuerza nacida de la desesperación, posteriormente de forma cada vez más débil, casi testimonial, y finalmente se movió acoplando su ritmo al de su agresor. Tras unos minutos, el se descargó en ella, alcanzando las cimas más altas del éxtasis y profiriendo un alarido animal y primigenio. A su vez ella se retorció en violentas convulsiones y estremecimientos, que parecían no terminar nunca. Ambos se sumergieron en las profundas simas del placer infinito.

Cuando todo hubo terminado, Martínez se tendió exhausto junto a su víctima. La miró fijamente a los ojos, con una mirada extraña, que contrastaba con la violencia de su encuentro. Ella le sostuvo la mirada, sonrió y le dijo: "Feliz Aniversario, cariño". El la beso dulcemente y extrajo del bolsillo de su gabardina un pequeño paquete, que ella abrió excitada para encontrar un pequeño anillo, barato, pero que para ella tenía más valor que todas las joyas y presentes del mundo. Ella a su vez le hizo entrega de otro paquete que contenía un CD de ese grupo trasnochado, pero que a él tanto le gustaba. Tras el intercambio de regalos se abrazaron y lentamente se durmieron uno en los brazos del otro. Mañana les esperaba un nuevo día, a ella como cajera de un supermercado de barrio y a él en el como celador en un hospital. Catorce años juntos, catorce años de felicidad, catorce años de sorpresas, de complicidad, de respeto…y aún se amaban como el primer día.
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Desde que te conocí no he podido amar a otra mujer. ¿Por qué no nos separamos?
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