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Rafael, interesado por cierto anuncio de relax, acudió a un apartamento, cierto día, a cierta hora de la noche. Fuera, las nubes descargaban regaderas cuya humedad gélida el viento empujaba a través de la ropa casi hasta tocar la piel. En el primer piso, sin embargo, reinaba un ambiente tropical. Altas temperaturas, agradables soles eléctricos, toques de incienso y una guapa sonrisa mulata africana llevaban el calor acojedor de esas latitudes hasta el invierno de la ciudad.

Después de las presentaciones, aquella esbelta ave de ébano le invitó a pasar al cuarto, le pidió que se desvistiera y que se tumbara boca abajo en la camilla, cosa que Rafael hizo con parsimonia y ausente. Colgó su ropa húmeda en el amplio perchero y se recostó desnudo sobre la camilla como si fuera una playa del Caribe. Silencio. Todo era tan calmo que Rafael apenas podía distinguir donde se encontraba su masajista, sólo una relajante melodía interrumpía tímidamente la quietud de la habitación.

A la altura de su cadera, María Altagracia, grácil y gentil, extendió las alas de sus manos y bajó hasta el cuerpo de Rafael para batir con firmeza la cima de sus lomas y el hondo de sus quebradas. El masaje era su vocación y lo realizaba con esmero y maestría, pero aquel hombre le despertaba un morbo especial que le sacaba de su rigor profesional. Borró sus nuevos pensamientos y volvió al serrato posterior superior.

Todavía con la sensación de estar como acolchada y rellena de chispas por dentro, Altagracia alargó la mano para recojer la sábana revuelta que yacía ahora inerte sobre el futón, atusó los cojines y apagó de un soplo la velita del candil rojo. Salió de la habitación. Rafael le esperaba en el vestíbulo.
-Bueno, buenas noches. Lo he pasado muy bien contigo-, dijo él.
-Buenas noches-, respondió ella, -¡Y no vayas a escribir nada!-, añadió mientras levantaba el dedo hacia el techo.
-¿Escribir?-, preguntó Rafael.
-Sí, escribir, en el foro ese...-, añadió Altagracia con simpatía y rotundidad.
-Esta bien... Pero... ¿Por qué?-.
-Porque hay un cliente con el que no quiero tener nada de esto que ha sucedido y se puede enterar si lo cuentas-.
-Está bien, no se enterará de nada-, contestó Rafael.
-No quiero que se sepa puedo acostarme con algunos clientes-.
-De acuerdo. Me marcho ya. Buenas noches-.
-Buenas noches, corazón. Llámame cuando quieras-.
-Eso haré cada vez que necesite calor, gracias. Chao-.
-¡Chao!-.

Alberto giró sobre sí mismo y descendió las escaleras pensativo. Al abrir el portal, los puñales de las gotas le parecían ahora hermosos diamantes voladores que hacían tintinear el suelo mojado de las calles.