Un novio despechado avisa a su padre
Había una vez una bella morena necesitada de dinero que se preguntó si ejercer de prostituta le ayudaría a lograr de una forma rápida los ingresos que le sacarían del agujero. Antes de tomar una determinación tuvo largos momentos de meditación. Pensó mucho y le dió muchas vueltas a las cosas. Optar por una actividad rechazada por gran parte de la sociedad no era una elección fácil. Decisiones ajenas sobre como debe vivir uno la vida. Tras mucho deliberar, se inclinó por prostituirse. Palabra maldita. Sin más intención que esa, empezó con su nuevo trabajo y, aunque su figura era esbelta, las cosas nada más iban.
Hacía un año que lo había dejado con su novio. Por ataques de celos más que nada. Ella era una mujer bella y fiel, pero él desconfiaba de todo hombre que se le acercara ya fuera guapo, feo, flaco, gordo, rubio o moreno. Era suficiente con que fuera hombre. Poca autoestima era el origen de la notable alteración. Él la amaba, decía, pero ella había dejado de sentirse enamorada ante semejante situación. Poco se podía avanzar con un hombre que llevaba lustros sin quererse a él mismo, ausente de amor propio. No valía con que fuese buena persona. Dejó la relación.
Las cosas poco más que iban. Una tarde atendió una llamada en su teléfono del trabajo como hacía tantas otras veces en el día. Generalmente eran preguntas para conocer los servicios.
-Hola-, dijo ella.
-¿María?-.
-Sí-, respondió.
-Soy yo, papá.-
-¡Hola!- dijo ella con una sonrisa en la cara. Inmediatamente se preguntó qué hacía su padre llamándola a ese número.
-¿Es verdad que eres prostituta?-. Palabra maldita.
No le dió tiempo a reaccionar. Tuvo un instante de silencio y consideró que era absurdo mentir.
-Sí, papá-, dijo ella con voz bajita y sincera.
-¡No me lo puedo creer! ¡Para eso te hemos educado!-, gritó desde el otro lado.
Ella agachó la cabeza y empezó a llorar desconsolada.
-¿A eso te hemos enseñado?-, le espetó fuera de sí. -Si tenías problemas de dinero podías habérnoslo dicho. ¿Por qué?-, preguntó el padre.
Cuando ella quisó responder, él no la dejó ni siquiera explicarse. Tal era la furia del padre, que incluso le negó poder hablar con su madre, pese a que su hija se lo pedía entre súplicas y grandes sollozos. La conversación duró poco más. Él era así, recto e implacable. Como su moral y su manera impoluta de ver la vida.
Y así fue como el novio amantísimo resolvió el problema. Tal era la calidad de su amor por ella que hizo justo lo que más daño podía causarla: provocar el rechazo de su familia. Tampoco fue capaz ver que su venganza le convirtió en un ser vil, indigno y despreciable cuya única motivación fue causar mal a la persona que más había querido y también a quien mejor y con más dulzura le había tratado. Delito de odio y despecho. También estaba en el otro lado.
Como el santo tiempo lo cura todo, la relación entre el padre, la hija y la madre se recuperó pasados unos años. Todos tuvieron que hacer un esfuerzo, pero el amor verdadero que les unía floreció y les permitió entenderse y aceptarse tal y como eran. Con sus virtudes y con sus defectos.
Colorín, colorado, que viva el perdón y, sobre todo, la libertad.
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