De ida y vuelta

No es ningún secreto. A mí, desde hace ya muchos años, no me importa pagar por sexo. Eso no significa que me vaya con cualquiera: me gusta que las relaciones sean lo más naturales posibles, como si el dinero no estuviera por medio. Como sé que eso no es fácil, una vez que "fidelizo" a una chica procuro estar con ella el mayor tiempo posible (aunque, en este mundillo, ya sabemos que eso no depende de nosotros, al menos no del todo).

En fin, con esa idea empecé a citarme con Irene. Durante años (casi siete) estuvimos follando como conejos varias veces al mes. Cada cita era dinero bien invertido. No solo había pasión, también muchas risas, mucha química. No faltaba mes que no nos viéramos (incluso en verano había "pinchito" antes y después de volver de vacaciones).

Pasó el tiempo y un buen día de primeros de este año, poco después de Navidades, todo cambió. Iba a coger cita pero, desde la casa en la que trabajaba, me contestan que ya no estaba. Una mezcla de sorpresa y desolación se apoderaron de mí. "¿Y ahora, qué hago?", pensé. Aquella bonita (y ficticia) historia de amor y amistad se acababa. Todo se derrumbaba ante mí como si de un castillo de naipes se tratara.

A partir de aquel momento, mi interés por el "mundo lumi" cayó en picado. Pensé que, si empezaba a ir a cualquier otro piso, todo me recordaría a Irene. Así que me impuse una vida de castidad forzosa. Sabía que, incluso aunque me pusiera a buscar pareja, tampoco iba a ser fácil: las novias no están detrás de la puerta, esperándote.

Pues bien, un buen día salía de la oficina. Como siempre, cogía el autobús (dos manzanas más allá) que me devolvía a mi casa. No sabía que se día me traería una sorpresa que cambiaría mi vida.

Cojo el autobús y, tres paradas después, se sienta una chavala a mi lado. Va a dejar el bolso a sus pies pero no calcula y lo pone encima de mi pie derecho. Me pide disculpas y lo retira. En ese momento, nos miramos fijamente. Algo se enciende en nuestro interior:

- ¡Leo!
- ¡Irene!

Una sonrisa de oreja a oreja se dibujó en mi cara. La casualidad hizo que la volviera a encontrar en mi ruta habitual de autobús. ¡Bendita coincidencia!

Llego a mi destino, el final de la línea. Ella se baja también aquí. Caminamos mientras ella me pone al día de su vida y yo de la mía: por fin, Irene consiguió alcanzar sus metas profesionales, lo que le hizo dejar el sexo de pago.

Llegamos a la altura de mi casa. Le vuelvo a decir lo que me ha alegrado verla y me propone, si no me importa, tomar un café. Yo, encantado, accedo y me propone tomarlo en su casa (lo cual, no puedo ocultarlo, me sorprendió bastante).

Subimos. Me invita a pasar al salón y me dice: "¿Follamos?". Creo que mi cara pasó por todos los colores del arcoiris. Ella, divertida, sonrió:

- Irene, nnnnnn... -dije, balbuceando, sin alcanzar a terminar la frase.

En ese momento, me plantó un morreo. Nos empezamos a quitar la ropa. Aquel sofá de paño beige y aquella mesa de Ikea fueron testigos de los momentos más tórridos que jamás ella y yo podamos haber vivido.

Exhaustos, acabamos tirados en el suelo. Sonriendo, abrazados, como si nos hubiéramos acabado de conocer. Al rato, se levanta y tira de mí hacia arriba:

- Anda, Leo, levanta. Que me vas a poner perdida la tarima.

Con cara de poker, estallamos en carcajadas. Mientras me visto, me ofrece el café pero se lo rechazo. Le pido, en su lugar, un vaso de agua. Aquella mezcla de sensaciones me había dejado seco.

Ya, sentados en el sofa, empezamos a hablar de la casualidad de habernos encontrado:

- ¿Te puedo preguntar una cosa, Irene?
- Ana, -me corrige- Irene ya es historia. Ana es mi nombre real. Tú te llamas Leo, ¿no?
- Sí, bueno, León. Pero todo el mundo me llama Leo.
- Vale, Leo, ¿dime?
- ¿Por qué me haces esto? -le pregunto, finalmente.

La ahora Ana se queda un poco confusa:

- ¿Esto? ¿Qué?
- Bueno, sí, esto de traerme a un casa para tomar un café y acabar follando.

Ana se relaja, sonríe, me coge de la mano y me responde:

- Estoy enamorada de ti, Leo. Siempre lo he estado. No te lo he dicho antes porque no me parecía normal decírtelo mientras me acostaba con otros hombres. Pero ahora soy libre y, créeme: me gustaría pasar el resto de mi vida a tu lado.

Aquella confesión me turbó bastante. No podía dar crédito a lo que me estaba pasando: la chica de mis sueños me pedía estar con ella para el resto de nuestras vidas. Eso era auténtica felicidad.

Anonadado por todo aquel cúmulo de sensaciones volví a mi casa. Desde aquel día hasta hoy pasaron muchas cosas. Solo puedo decir que ahora Ana y yo vivimos juntos y estamos haciendo planes de boda. Lo que unió el dinero, ahora une el amor y no puedo estar más feliz por ello.

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No soy griego pero también hago un buen yogur.