Sin amor
Y así fueron pasando los años, uno tras otro, sin que nada viniera a perturbar el ajetreo de sus días ni la placidez de sus noches. No volvió a convivir con mujer alguna ni sus labios pronunciaron de nuevo las palabras mágicas. Siguió comprando besos y caricias según su plan preconcebido, alternando lo bueno conocido con lo bueno por conocer. Tuvo suerte. Gozó de miles de sonrisas, de dulces abrazos y de húmedas vaginas. Escuchó a mujeres de todas las edades y países y, con sus palabras, compuso un mosaico de ideas y sonidos que siempre le acompañó. Se embriagó con la saliva de innumerables bocas, aspiró el aroma de infinitas pieles y en cada chica encontró un motivo para el recuerdo. Los inviernos se dejaban sentir y las fuerzas iban mermando pero nunca pensó en abandonar. Mantuvo hasta al final la ilusión de cada nuevo encuentro, se acicaló minuciosamente antes de cada cita como si oficiara un antiguo rito pagano y desplegó su sonrisa más sincera cada vez que una puerta se abrió ante él.
No sabemos a ciencia cierta cómo finaliza la historia. Hay quien sitúa su muerte, a los sesenta y siete años, en pleno dúplex con dos brasileñas veinteañeras y especialmente fogosas. Sin embargo, una leyenda urbana -repetida en mil quedadas, cuando el alcohol se instala en el cerebro y domina las lenguas- cuenta que aún se le puede ver entrando en algún piso, tembloroso y apoyándose en un bastón, pero con la misma sonrisa...
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