Así, sí se puede ir al dentista...
Me abre la puerta de la consulta Ana, la enfermera. Me ponen mucho las enfermeras, pero mucho, aunque ese sería otro tema. En este caso es sólo el preludio de algo mejor. Su eficiente sonrisa me lleva a la sala de espera, joder, ya se nota ese clásico olor a dentista, en ocasiones normales me molestaría pero ahora incluso me excita.
En los últimos 2 meses he venido unas siete veces y eso que me cuido mucho mi boca, empecé por una limpieza y ahí fue cuando la conocí, creo que me enamoré y no puedo dejar de verla. A partir de ahí, que si un blanqueamiento (-no te hace mucha falta, me decía ella), que si un empaste pequeñito,...en fin, chorradas que me permitían un cierto contacto . Económicamente me hubiera salido más barato ir de putas, pero uno no siempre hace lo correcto.
Ahora estoy solo en la sala de espera, es la última hora de su jornada creo y aunque soy bastante tímido, de hoy no pasa que le diga algo.
Por fín Ana viene a buscarme y me acompaña al gabinete, los nervios que tengo no son de los que nos hacen temer al dentista, cómo me gusta esta sensación. Entro y allí está, de espaldas lavándose las manos, con un pijama azul que no resalta mucho su cuerpo, pero que deja imaginarlo perfectamente. Se vuelve y me sonríe, el pelo rubio recogido en una coleta:
-Pasa, siéntate que ahora estoy contigo, por cierto Ana, marchate si quieres que es tarde, ya cierro yo cuando termine.
Eso último casi me hace desmayarme, me siento en el sillón y espero...
Se sienta frente a mí y se coloca mascarilla y guantes de látex mientras me mira inquisitivamente. No sé que excusa me toca hoy, aunque no suena muy convincente, el caso es que en vez de preparar la consabida jeringa con Lidocaína, la turbina y demás artefactos de tortura habituales, se quita la mascarilla y se acerca, lentamente para darme un húmedo y suave beso en los labios.
Mi corazón se acelera como hace mucho tiempo, a la vez que mi boca, esta vez en la suya y no en sus manos, se deja guiar por tan experta profesional. Mis manos comienzan a recorrerla entera, joder con lo poco que me gustaban a mi los dentistas... Poco a poco nos desnudamos y durante una hora, lo que suele ocurrir en un sillón como ese, se convierte en el más fantástico rato de placer que puedo imaginar.
Terminamos abrazados y exhaustos (algo más incómodo que una cama sí que es, coño), y al salir, yo, como cualquier sumiso paciente, pregunto:
-¿Bueno, cuánto es lo de hoy?, y sorprendentemente y sin servir de precedente, salgo del dentista riendo a carcajadas y sin pagar un solo euro, así que ya veremos qué pasa en las siguientes visitas...
P.D. Un saludo y animaros a ir al dentista, que no siempre es tan malo...
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