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Antiguo 12-04-2010, 23:06
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Actividad Extraescolar


MI QUINTO RELATO (EL MÁS LARGO Y PERSONAL) QUE LO DISFRUTEIS:

ACTIVIDAD EXTRAESCOLAR

Nunca olvidaré la excitante experiencia que me deparó aquel día de colegio en que me encontraba refugiado en la cama por un bienvenido catarro. Bien calentito bajo las mantas, pertrechado por un buen surtido de cómics de mis superhéroes favoritos y con dos o tres días por delante para disfrutar cómodamente de sus aventuras. Dos mullidas almohadas a mi espalda constituían el confortable trono desde el que asistir a sus espectaculares hazañas. Esta grata perspectiva era para mí entonces lo más cercano al gozo total. Pero claro, era la adolescencia, y un nuevo divertimento había llegado hacia poco a mi vida (tanto o más apasionante que la lectura de historietas).

Recordaba en la cama cuando pocos meses atrás un par de alumnos, de ésos adelantados a los demás (y no me refiero en las clases, de hecho eran los peores) y que parecían tener acceso a información privilegiada vetada al resto de nosotros, sus ignorantes compañeros, se preocuparon de difundir a su alrededor, en beneficio de los últimos “rezagados”, la buena nueva:

-“Si te coges bien fuerte la cola con la mano –decía uno- y la subes y la bajas rápidamente sobre ella…”

- “Se llama hacerse una paja -apostillaba el otro”.

-“Sí, eso. Bueno; -continuaba el anterior- Pues cuando pasa un rato, te empieza a entrar un gustito que no veas, y llega un momento, cuando más gusto sientes, en que te sale un líquido blanco pegajoso…”

-“Lefa, se llama. Me lo ha dicho mi hermano –volvía a ilustrarnos el otro- y es lo que deja embarazadas a las mujeres”. Comprendí entonces que una de las fuentes de las que manaban semejantes informaciones (y nunca mejor dicho) eran los hermanos mayores. Yo tenía uno mayor que yo, pero no me hacía partícipe de esas intimidades.

Así pasaron unos meses en que compartíamos nuestras experiencias y aprendíamos nuevos términos como: “correrse”, “vagina” o “follar”. Entonces te enterabas de que fulanito llevaba ya un tiempo haciéndose pajas; o que menganito le daba y le daba sin conseguir resultados, acabando exhausto, hasta que un día por fin lo conseguía y nos lo comunicaba ufano a los demás. (Yo no fui de los que más tardaron en experimentar la gozosa novedad aunque, ya un tiempo antes de la confidencia de los “adelantados”, me toqueteaba bastante la colita y se me ponía dura, intuyendo que era el centro de prometedores placeres aún ignotos. Recuerdo el estupor con que recibí las primeras descargas de ese maloliente, agridulce y espeso líquido blanco que, aún manando, gracias a mi torturante maniobra, del mismo lugar del que lo hacía el más fluido dorado, era muy diferente a éste). Asimismo, llegaba a tus oídos que zutanito prestaba revistas porno de su hermano mayor a quien se las pidiera, para que se las llevara a su casa un par de días y se excitara “masturbándose” (novedoso sinónimo, recién aprendido y más formal, de: “hacerse una paja”) mientras contemplaba las fotos, donde aparecían desnudos ésos seres míticos, cuyo inmenso poder apenas empezábamos a vislumbrar: “Las hembras”; cuyos referentes más cercanos para nosotros eran mujeres mayores: “Nuestras madres”; a las que de ninguna manera podíamos asociar a la sexualidad, o en algunos casos otras más jóvenes, como las hermanas, seres igualmente asexuados para los que las tuvieran, pese a que alguno había ya podido observar algún pecho, culo o alguna enigmática “rajita” de refilón (y así nos lo habían hecho saber) por compartir aseo o habitación. Los que no las teníamos pensábamos que se trataría de “carne muy apetecible”, por muy hermanas que fueran. Otros alumnos incluso habían podido ver a mujeres “follando” con hombres en las, recién llegadas al ámbito doméstico, películas “porno” (Empezaban a venderse los primeros reproductores de vídeo y a abrirse video-clubs para el alquiler de películas (una vez más un hermano mayor o un padre se había encargado de ello).

Yo todavía no tenía video y aunque sí había visto alguna revista que le había cogido a mi hermano, pareciéndome muy excitantes las fotos que aparecían, a menudo prefería masturbarme también con el pensamiento porque, sí, como dije, nuestras madres eran nuestras madres, pero… ¿y las madres de otros?

Ya desde muy jovencito me atraían las mujeres maduras. Tenía mis profesoras preferidas y me llamaban la atención algunas madres de mis compañeros cuando iban a recogerles. Me fijaba especialmente en una vecina que se había mudado en verano un piso más abajo del mío, junto con su marido y un hijo pequeño. Era rubia, muy guapa y más joven que mi madre, supongo que entonces rondaría los treinta años. Su niño empezó ese otoño a estudiar en el mismo colegio que yo, pero unos tres cursos más abajo.

La observaba con detenimiento y la saludaba cuando iba a recoger a su hijo. Si alguna vez mi madre o mi hermano no podían venir a por mí, ella se ofrecía a que les acompañara a casa dando un paseo (si iban directamente a ésta, ya que algunas veces se llevaba al niño a jugar a un parque cercano); al fin y al cabo éramos vecinos y nos dirigíamos al mismo sitio. Yo cogía al niño de una mano y la madre de otra y me hacía el interesado por su apasionante día de colegio, que me contaba con pelos y señales, o la colección de cromos que estaba haciendo (“Dos de fútbol”). Aquí no coincidíamos, yo prefería los de superhéroes y ciencia-ficción; pero en otros temas sí, como por ejemplo nuestra serie favorita de dibujos animados: Mazinger-Z; me fascinaba ese enorme robot, del que también hacía el álbum. Por supuesto, ante la madre no confesaba nuestras afinidades; por un lado por querer parecer adulto, pero por otro porque realmente una nueva actividad “extraescolar” empezaba a tenerme más absorto. De cualquier modo, mi principal objetivo con estas charlas, en el paseo de diez minutos que nos separaba del portal, era el de proyectar la mirada más allá de su pequeño cuerpo y recrearme en las hermosas piernas de su madre, que solía llevar falda por encima de las rodillas o más cortas, zapatos de tacón y medias color carne unos días o negras otros.

No sólo veía a mi vecina cuando iba al colegio a por su hijo o cuando coincidíamos en la escalera o el portal; también a veces la observaba tendiendo la colada en la terraza, ya que ésta se veía en diagonal, abajo a la derecha, desde la ventana de mi cuarto.

Lo que me hace retrotraerme ahora a aquellos primeros días en que fue a instalarse en mi mismo bloque, y a lo definitoria que fue su presencia para que, paralelamente a mi despertar sexual, empezara a forjarse mi desaforado fetichismo por las medias, piernas y pies femeninos.

Recuerdo con emoción el primer día, a los pocos de mudarse, en que encontrándome leyendo un apasionante tebeo de Superman, repantigado en un cómodo sillón junto a la ventana abierta, oí un ruido de algo que se rompía en el exterior seguido de una exclamación: ¡Ay! Soltando la lectura me asomé curioso mirando hacia abajo, de donde procedía el estrepito, y pude ver que se trataba de un pequeño tiesto que, roto en varios trozos, yacía a los pies de mi nueva vecina; y ¡qué pies! Me quedé fascinado observando lo bonitos que me parecieron. Calzaba unas sandalias negras que, gracias a una no muy ancha tira en la parte del empeine, dejaban ver la mayor parte de éstos. Tenía unos hermosos dedos con las uñas pintadas de rosa claro. Fue una visión determinante. Nunca, como en ése momento, fui consciente de que había quedado prendado de ésa parte de la anatomía femenina para el resto de mi vida, y de la verdadera dimensión erótica que podían alcanzar, llegando a constituir para mí una parte fundamental del atractivo físico de una mujer. Ya el verano último, estando en la playa de vacaciones, me descubrí más de una vez con la mirada perdida en esos recién descubiertos (en el sentido erótico) apéndices. Tan atribulado me sentí que, coincidiendo con el momento en que se volvía a por una escoba y un recogedor que tenía a su derecha para barrer los fragmentos de la maceta, se me escapó sin poderlo evitar, un demasiado sonoro: ¡Joder! En ése momento elevó la cabeza hacia mi ventana, y rápidamente me eché hacia atrás. ¿Me llegó a ver?

Aunque solía tener el hábito de leer pegado a la ventana (con la puerta del cuarto cerrada, para que no me molestara el volumen de la tele, que veían mis padres en el salón) apurando el tiempo libre veraniego antes de comenzar las clases, no volví a asomarme en los días siguientes, aún cuando la oía trastear en la terraza (el chorrito de agua de la regadera, cómo movía las macetas de sitio y el “clic” de las pinzas para colgar la ropa) por si me volvía a pillar (aunque dudaba si fue así) y creyera que era habitual en mí espiarla. Me hubiera gustado volver a contemplar sus maravillosos pies a la más mínima ocasión, pero me contuve un tiempo prudencial por si acaso.

El caso es que los días pasaron. Mi vecina me saludaba con una amable sonrisa, como si nada, cuando nos encontrábamos por la escalera o en la calle. Yo procuraba evitar mirarla más tiempo del necesario para que no se molestara, pero me parecía tan bonita y deseable, que en alguna ocasión seguramente me pasé de la raya sin darme cuenta. Un día en que ya no podía aguantar más, volví a asomarme cuando empecé a oírla realizando sus tareas, pero ésta vez cuidando de refrenar mis exclamaciones y de no producir ningún ruido que delatara mi posición.

No hubo ningún incidente; estaba concentrada en lo suyo. Llevaba las mismas exhibicionistas sandalias que la otra vez; las uñas de los pies pintadas de rojo.

Así que volví a asomarme algún día que otro si a la hora aproximada en que solía salir a la terraza me encontraba en mi cuarto leyendo. Sin ningún nuevo apercibimiento de mi espionaje por su parte, me recreaba siguiendo con la mirada sus evoluciones a uno y otro lado de la terraza mientras hacía sus quehaceres domésticos. Pensé en cómo me gustaría poder acariciar y lamer esos pies tan lindísimos y en cuánto disfrutaría cascándome una paja mientras la observaba. Pero mis padres podían entrar en cualquier momento y cazarme haciéndolo.

El colegio empezó, pasaron los días; llegó el frío y con él, una excitante novedad: Las piernas de mi vecina enfundadas en medias.

Me fascinaban las piernas y más aún cuando su belleza era realzada por unas medias ¿Qué misterio encerraban aquellas sutiles y delicadas prendas íntimas para que, ya desde tan temprana edad, me volvieran completamente loco?

El primer día que, al asomarme a la ventana, tras oír el familiar ruido de las puertas de su terraza abriéndose (dejaba yo la ventana entreabierta a pesar del frío para poder oírlas) pude ver sus pies y pantorrillas (solía llevar falda hasta la rodilla) enfundadas en unas transparentes medias color carne, llevando las mismas sandalias que en verano, creí que me daba algo.

¿Era el hecho de saberlas acariciantes mimosas de las, para mí en ése momento, más excitantes partes de la anatomía femenina? Engullidoras al mismo tiempo de la extremidad más inferior e íntima de ésa zona: el pie. Todo un mundo en sí mismo ésa armonía de curvas y recovecos.

La visión de sus dedos con las uñas pintadas de rojo a través de la fina media me pareció una de las más eróticamente perturbadoras que podía llegar a concebir. (Aún hoy, sigue pareciéndomelo).

¿Era su excitante y suave tacto sedoso?

Cómo no, había tocado algunas veces las de mi madre cuando salía de casa (conocía el cajón en que las guardaba).

¿Era ese brillo sutil con que dotaban a las piernas convirtiéndolas en fetiches sagrados, cual si nos fuera dado contemplar unos “objetos” de poder de sublime belleza envueltos en un aura de luminosa textura, que al mismo tiempo que les brindaba protección les confería una atracción irresistible?

Me encantaba observar las arruguitas que se formaban en la zona del empeine, y el brillo en sus piernas cuando se acuclillaba colocando las macetas y la falda se le subía hasta medio muslo.

¿Era el que una segunda y finísima piel, en principio amorfa como la abandonada muda de una serpiente, adquiriera su “razón de ser” al ser modelada por la torneada firmeza de unas piernas?

Envidiaba al marido de mi vecina el hecho seguro de haber asistido en más de una ocasión al excitante espectáculo de contemplar a su mujer al recoger primero en sus manos y luego ir deslizando a lo largo de sus pies, pantorrillas y muslos la suave caricia del sutil tejido de las medias o pantis.

Hasta donde sabía, parece ser que era más habitual el uso de los pantis por la mayoría de las féminas en su vida cotidiana, quedando relegadas las medias más para ocasiones especiales y para las actrices en una película o las modelos de las revistas eróticas. ¿Qué llevaría mi adorada vecina?

Supuse, por las razones expuestas, que llevaría pantis; y aún cuando soy fetichista de ambos, la verdad es que casi me parecían, y me siguen pareciendo, más estimulantes que las medias, por el hecho de que también me excita mucho la luminosa visión y el tacto de un culo sedoso. (Hoy en día, cuando tengo relaciones sexuales me gusta que mi “partenaire” lleve medias o pantis durante el acto).

En fin; supongo que de la suma de todos estos aspectos se deriva, el enorme poder de atracción que, desde muy temprano, ejercieron sobre mi libido estas prendas.

Tras este “flashback” de las primeras semanas en que establecí verdadero contacto visual con mi vecina, necesario para conocer el alcance de mi atracción por ella, retomo ahora el comienzo del relato, que me encuentra leyendo cómodamente en la cama:

-Hijo –dijo mi madre entrando en la habitación –Salgo a hacer unas compras – y dirigiéndose a la ventana: –Voy a dejarla entornada para que se ventile el cuarto; pero si te entra frío, te levantas y la cierras.

-Vale; vete tranquila –Y me incorporé para recibir el beso que se proponía darme.

-Adiós ¿Necesitas algo? –Preguntó después.

-Nada, no te preocupes. Adiós.

Tenía mis tebeos y tiempo por delante para leerlos tranquilamente ¿Qué más iba a necesitar? ¿Se podía ser más feliz? (Minutos después descubrí que sí).

Salió de la habitación y al rato oí a lo lejos cerrarse la puerta de entrada. Me enfrasqué en el cómic y apenas llevaba tres páginas leídas cuando un conocido sonido celestial llegó a mis oídos: Las puertas de la terraza de mi vecina abriéndose (que pude oír claramente gracias a la ventana entreabierta). Miré el reloj de la mesilla. Claro, era la hora de la mañana en que ella solía salir a la terraza a realizar sus labores, como pude comprobar en verano cuando todavía no habían empezado las clases, durante mis ratos de lectura junto a la ventana. También a veces salía por la tarde, pero a horas diferentes y no siempre. Salté de la cama preso de excitación, me calcé las zapatillas y me puse un batín que reposaba en un sillón junto a la cama; asegurándome también de tener bien colocado un pañuelo que me protegía la garganta.

Me abalancé hacia la ventana alegrándome de la feliz coincidencia de que mi madre saliera en ese momento y de que además se le ocurriera abrir la ventana permitiéndome oír la pista sonora que anunciaba el inminente “espectáculo”.

La “función” comenzó de forma inmejorable:

FIN DE LA PRIMERA PARTE
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