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Fatuma y los cuatro cortes


NOTA PRELIMINAR.- Antes de presentar este mi primer relato, quiero pedir disculpas a otras plumas mas acreditadas que la mía por el atrevimiento de compartir cartel con ellos, rogándoles que sean indulgentes con mi inexperiencia y, por ello, con las faltas de ritmo, de estilo y de todo orden. Únicamente les pido que sean veraces en su crítica.




FATÚMA Y LOS CUATRO CORTES

Esta vez si que no podía dejarlo correr. Había que asumir que como cualquier máquina veterana, se había averiado y si no se le ponía remedio en un plazo razonable, el desperfecto podía agravarse considerablemente y se corría el riesgo de un colapso total en el funcionamiento.
Definitivamente había llegado el momento de ir al médico
Alberto, que a sus casi cincuenta años, se sentía bastante satisfecho de cómo le había respetado la edad, se había resistido como gato panzarriba a que ese abultamiento, pequeño al principio y no tan pequeño después, que le había salido en la parte baja del abdomen, le obligara abandonar esa vida de adolescente tardío que, con aire orgulloso, exhibía en sus círculos profesional y personal.
Pero ahora era inaplazable, casi urgente. Al menos en tres ocasiones se había visto obligado a quedarse en casa, lívido de dolores, toda una mañana o una tarde, atiborrándose a Nolotiles. Y lo peor era que en dos de las ocasiones había sido a continuación de darse un homenaje con Angie, una medio novieta que había conocido el pasado verano en unos cursillos de la Universidad a los que había acudido en calidad de colaborador del área de marketing.
Se fijó en ella al segundo día. Estaba sentada en primera fila, un poco hacia el lado derecho. Tenía el cabello, castaño y con mechas, ensortijado hasta casi la cintura y vestía una blusa inconcebiblemente entallada que no dejaba nada a la imaginación sobre el tamaño y forma de sus pechos. Pero, para los menos espabilados, llevaba sin atar los cordelillos que cerraban la parte superior del busto. Desde luego, la perspectiva desde el estrado era como para caerse de él. Lo que antes de una semana ya había estado a punto de ocurrirle dos, no, tres veces y las tres cruzaron sus miradas, casi sin querer, al menos él, que se puso como el anuncio de Sony Imattion collors. Aunque a ella parecía divertirle.
Antes de que pasara otra semana la invitó a tomar unas cañitas y antes de la siguiente se dieron, dentro, sobre y alrededor del coche, el primer revolcón en uno de los varios caminillos que solo conducen a una o dos fincas y que salen de la carretera del faro.
Angie resulto ser un auténtico volcán y demostrando para el sexo mas aptitudes que para las clases de marketing, antes de salir del casco urbano, ya le estaba haciendo un francés tan esmerado que parecía una colegiala con un polo de fresa. Al poco de comenzar y mientras Alberto hacía verdaderos esfuerzos para no perder, de una tacada, todos los puntos de su carné, su nueva amiga se remangó la faldita de colegiala que si llevaba y metiendo la mano libre dentro de su tanga fue excitándose hasta parecer una verdadera posesa. Muy a su pesar, el dilecto profesor no pudo contenerse y con una berrea que le salió de muy adentro, soltó todo lo demás que llevaba dentro, corriéndose por toda la cara de ella.
Sin llegar al faro, como había sido su primera intención, salió por el primer camino que encontró, detuvo el cábiolet y pasaron a un segundo asalto, menos precipitado, en el que él se bebió el perfume de cada centímetro de su precioso cuerpo. Probó el placer de cada uno de sus rincones y exploraron, a lo largo de varias páginas del Kamasutra, toda la carrocería del automóvil.. La tapicería también.
Pero ahora ya no podía disfrutar de sus encuentros con ella. O, mejor, podía pero tenía pánico a que se le reprodujeran los accesos de ese dolor tan horroroso que le estaba quitando hasta el sueño.



Definitivamente había llegado el momento de ir al médico
Después del absurdo pero preceptivo trámite de ver al médico generalista, de cabecera o de familia, que no está muy clara la diferencia, para algo que todos sabían que acabaría solucionándose en un quirófano, a Alberto le tocaba el turno de visitar al cirujano.
En la puerta ponía “F. ibn Ajmhed”.
Mientras trasponía la puerta e iba pensando que vaya, que ya le había tocado un médico extranjero, que qué sabrían ellos de un hombre español y chorradas por el estilo, se llevó el primer corte. Era una “cirujana” y bastante joven. En perfecto castellano pero con un acento que no dejaba lugar a dudas sobre su origen, le indicó, tras los preliminares de costumbre, que se tendiera en la camilla para hacer la valoración clínica.
Segundo corte. Le indica que se despoje de la ropa. Así, en frío, delante de una mujer y además joven. Claro que delante de Angie no le daba ningún corte desnudarse. Ni desnudarse ni muchas otras cosas, pero es que Angie era una novieta y con una novieta se va a lo que se va y no va a andarse uno con remilgos que no se come un calín. Pero esto era distinto, se trataba de la “cirujana”.
Al entrar, Alberto se sintió bastante cohibido, ya se entiende, el ambiente frío, la perspectiva de una operación, la bata, la desconocida…, pero poco a poco, a medida que se iba tranquilizando, empezó a fijarse con mas detenimiento en lo que le rodeaba, en la habitación de la consulta, el mobiliario, el instrumental, en la doctora y, como no, en la mujer que estaba debajo de la bata. Fue entonces cuando se dio cuenta de la impresionante mujer que lo tenía ahí, postrado y en canicas, medio tiritando por los nervios y por el ahorro energético.
Era joven, pero no tanto como en un principio le había parecido, con el cuerpo estilizado de una gacela, de color entre el té y la canela, con el pelo a lo garçon, para que no se enredase con las revueltas, el mentón suave y gracioso, los pómulos angulosos, la nariz afilada de los agarenos y con la misma firme determinación que su gesto y, presidiendo todo un par de aguamarinas que observaban su azoramiento con igual brillo y titileo que si estuvieran en el fondo de un acuario. Y allí estaba él mirándola con esa cara entre sorprendida y bobalicona que tienen los peces.
Y ella sonrió.
Y ahí vino el tercer corte, porque esta sonrisa desató en Alberto sensaciones que no se esperaba y que lo atropellaron como el tranvía al guardia de las películas del gordo y el flaco. Y enseguida se le notó, vaya que si se le notó. Esta vez Alberto se puso rojo como la Tomatina de Buñol. Ahí, con el pene apuntando a la lámpara del techo, mas que un hombre parecía una guinda pinchada con un palo. Así que, esperando las imprecaciones y los gritos de la doctora, cerró los ojos y se abandonó a su destino.
Pero el destino es ¡cruel y caprichoso!, así que cuando Alberto escucho un pequeño ruido metálico no supo que habían cerrado el pestillo y, así cortada toda posible huida, para cuando pudo calibrar la situación, ya la “cirujana” estaba calibrando su hombría.
Del sobresalto y el estupor, a punto estuvo de arruinar el combate e inutilizar sus propias armas pero, curtido en muchas batallas, enseguida se rehizo y estuvo pacientemente esperando a que su oponente mostrara sus mejores armas.
Lo primero que tuvo que soportar fue la comida más salvaje que le habían hecho en su vida. La jordana o cananea o lo que fuese, se la metía hasta el fondo de su garganta con el mismo ritmo y firmeza que los pistones de una locomotora de vapor. Cogido por sorpresa y sin tiempo para preparar su estrategia, Alberto sucumbió rápidamente a este ataque y sintió horrorizado que se iba sin remedio y aún la tenía dentro, muy dentro de su garganta. Ella no se inmutó, esperó, mientras el bombeaba con un desgarro en el alma, toda la viscosidad de su deseo incontenido, sintiendo en sus ojos esas gemas entre verde y azul que le helaron la sangre y le hicieron arder las orejas.
Sin darle tiempo ni de normalizar las pulsaciones, la hija del desierto se desabrocho la bata dejando contemplar un monte de Venus terso y mullido como un peluche y un sexo, ni tan siquiera parapetado tras una breve tanga, que exhalaba un perfume almizclado que inundaba la consulta. Sin mediar palabra se sentó a horcajadas sobre su pecho y con un empujón de su pelvis le ofreció, solo para sus ojos y su boca y su nariz, todo el tesoro de Alí Babá.
El, que de esto si que sabía, empezó a acariciar suavemente con su lengua los labios de de esa boca sonrosada que lo llamaba, con la misma delicadeza con que se prueba un delicado guiso, sin precipitarse, dando tiempo a que sus fuerzas regresaran y a que el deseo de ella se hiciera incontenible.
Ahora si, ahora había llegado el momento del contraataque y dando la vuelta la situación, es decir que la tumbó boca abajo en la camilla, y sin brusquedad pero sin anunciarse entró por la retaguardia. Despacio, muy despacio, al principio, a la espera de alguna señal de sufrimiento para cambiar de táctica. Viendo que ella no se defendía y que le permitía entrar en la fortaleza puso, ya si, todo su empeño terminando por rendir a su reina. Bueno, en realidad quedaron rendidos los dos.
Más relajados, con sus ropas recompuestas y a la distancia del humo de un cigarro, comenzaron, en el balconcillo de la consulta, la conversación que normalmente se mantiene antes. Que como te llamas. Que yo Alberto y tú cómo. Pues yo Fátima. Y que si llevas mucho tiempo en España y demás datos completamente intranscendentes.
Ella le habló de su Siria y de las últimas becas de la época de Franco a Siria y Palestina. El le hablo de sus cursos de marketing y de Angie y que lamentaba mucho no poder tener con ella algo más consistente. Entonces ella, clavándole de nuevo esos ojazos de cristal vivo, le preguntó si estaba seguro de que no era más consistente un equipo de tres que uno de dos.
A Alberto casi se le paró el corazón y ella, sin hacer más comentarios, volvió a su mesa de doctora, le extendió la receta de un fármaco que contuviera los dolores en tanto llegaba el día de la intervención, completó el informe para pasar a preoperatorio y se despidió de él con un pequeño roce se los labios en su mejilla. Un leve roce que a Alberto le pareció de la espada de Luck Skywolker.
Llegado el día de la intervención, tras efectuarse todas las pruebas clínicas y analíticas sin que se encontrara ningún inconveniente, se desplazó temprano al hospital en compañía de Angie que no paraba de hacerle arrumacos y de mimarle y toda esa parafernalia con que nuestras parejas siempre nos obsequian en este tipo de trances que se ponen tan tontinas que parece que el siete se lo fuesen a hacer a ellas.
Una enfermera, de muy buen ver como todas, los acomodó en la habitación 217, le instaló los tubos, pinchos y pegatinas de rigor y los emplazó a esperar a la doctora Ajmhed.
Con solo oír el nombre, Alberto empezó a sentir un no se que, como una intranquilidad nerviosa que, delante de Angie, le hacía estar incómodo. Si ella lo notó seguramente lo atribuyó al canguelo propio de estos preliminares pues no dijo nada. Pero cuando llegó la doctora, el rubor le arrebataba ya toda la cara y habló con ella sin mirarla a la cara, como si estuviera buscando un euro que se le cayó por ahí. Esto si que lo notó Angie.
En cuanto Fatuma salió por la puerta, Angie se situó delante de él y con los brazos en jarras exigió una explicación inmediata de lo que estaba pasando y de por qué se azoraba tanto en presencia de la doctora. Alberto, aunque sintiéndose muy violento, sacó fuerzas de flaqueza y en lugar de negar lo innegable, aprovechó la situación para aflojar un poco el cerco al que últimamente le venía sometiendo ella. Explicó, aunque a trompicones y con no pocas vaguedades que lo de ellos no era una relación de compromiso, ni de exclusividad, que eran modernos, liberales y nosecuantas cosas mas.
Con esa desfachatez propia de los hombres para explicar la liberalidad de la relación siempre que sea en su beneficio y cogerse luego un cabreo del catorce a la primera vez que su amiguita hace uso de esa libertad.
Como ella se quedó pensativa, creyó oportuno el momento para pasar a explicarle lo que pasó en la consulta de cirugía, dejando bien claro, eso sí, que la iniciativa, es decir la culpa, no fue suya. Por último y con una tenue, muy pequeñita, esperanza de que aceptase el reto, le dijo las últimas palabras de Fatuma. Palabras que desde aquel día no habían dejado de hacer ecos en el interior de su cráneo y que le tenían disparada la bilirrubina. No sabía ni como habían salido bien los análisis.
Tras una pausa que, aunque no duró ni un minuto, a Alberto le pareció mas larga que el mes anterior a las vacaciones, Angie dibujó una sonrisa y preguntó que como no se lo había dicho antes. Que llevaba desde el verano con las ganas rebeladas por hacer una cosa así. Que se le vino a la cabeza, también un poco mas abajo, cuando se fijó en otra de las compañeras del cursillo y que no le había comentado nada por temor a herir su sensibilidad, o su vanidad de hombre. Porque ella no pretendía solo mirar como lo hacían con el por turnos, que si alguien tenía mucho que mirar era él.
A Alberto le zumbaban las sienes, se mareaba y no sabía bien si era por alguno de los fármacos del gotero o por lo que estaba oyendo.
A última hora de la mañana regresó Fatuma para decir que la intervención tendría lugar a media tarde pero que no podían traerle la comida. Al ver los dos pares de ojos, expectantes, fijos en ella, preguntó si ocurría algo que ella tuviera que saber. Por toda respuesta Angie se le acerco con calma y la dio un piquito. No muy fuerte pero si muy lento. Muy significativo.
La contrarréplica de Fatuma no se hizo esperar. Cogiendo a Angie de la cintura la atrajo hacia sí y la endosó un beso con rosca, con tornillo y con toda la ferretería. Cadera contra cadera, pecho contra pecho, muslo entre muslo. Dos decenas de dedos, como enloquecidos papillones, recorrían si cesar espaldas, hombros, nalgas y todo lo que estaba a su alcance
Hicieron un alto, para respirar y para decirle a Alberto que se preparara para la que se le venía encima y que pasaban al baño a lavarse.
La espera se hacía eterna y Alberto no sabía si lo que oía era el chirriar de los grifos, el roce de las guías del ascensor que había al otro lado de la pared, el silbar del agua o suaves gemidos de hembra, pero se estaba poniendo malo.
Finalmente se abrió la puerta y cuarto y definitivo corte…
Finalmente se abrió la puerta y se encendió la luz y la voz medio chillona, medio cazallera de su mujer le llegó entre sueños diciendo: Alberto, levántate de una vez que tienes que ir al médico. Haaala, ya estás otra vez todo tieso, que asco de hombre.
A ver si así se te perjudica de una vez esa hernia y te vas ya a hacer compañía a tu padre que en gloria esté.
Si ya me lo decía a mí mi madre que………

Fin
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Antiguo 22-12-2006, 12:27
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Predeterminado

Enhorabuena y me alegro de que cada vez más, en este subforo se anime más gente, no solo a leer si no también a escribir.

Ya os daréis cuenta de los beneficios liberadores que la escritura nos produce. Da igual si se lee o no.

Sobre tu relato y ya que me pides una crítica que no puede dejar de ser sincera... y modesta:

A favor:

- Escritura muy muy cuidada
- Muy comprensible –generalmente me tengo que leer tus post un par de veces al menos, no fue este el caso-.
- Bien escrito y lenguaje muy bien empleado

En contra:

- Demasiado largo –parece mentira que yo pueda decir eso cuando no cundo con el ejemplo, jajajaja-
- En algunos episodios se pierde el “tempo” y por lo tanto el interés
- Poco creíble –en caso de que eso te importe- , cuando uno va al hospital o al médico... no se le empina ni por asomo jajajajaja
- Lo de “plumas más acreditadas” sobra, cada uno tiene su estilo propio, que es lo que has de buscar y escribir para ti, no para los demás, que te lean o no o que guste o no, no debe de importarte en absoluto. Si quieres ser un escritor de “masas” hipotecas tu corazón, alquilas tu alma y no conseguirás ni divertirte ni desahogarte.

Enhorabuena y espero leerte más


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