Fetiches a media luz (primera parte) - Foro Spalumi

    
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Fetiches a media luz (primera parte)


Aquí va mi séptimo relato. Parece que era ayer cuando me animé con ello…y a lo tonto he alcanzado el bonito número cabalístico…En pocos días me voy de vacaciones a la playa (a ver si el mar me inspira nuevas historias). Y quería dejaros mi última “auto-terapia narrativa”. En el deseo de que lo disfrutéis (sobre todo los fetichistas) me tomo un descanso. Aunque estaré al tanto del foro en algún cibercafé.
SALUDOS

FETICHES A MEDIA LUZ

Cuando Verónica abrió aquella mañana, en su despacho de abogada independiente, el e-mail entrante, no le extrañó que fuera de Javi (su reciente compañero de piso, aunque no tan reciente amigo) ya que raro era el día en que no le enviaba desde su trabajo las últimas “coñas” que circularan en esos días por internet. Aunque su intuición le hizo sospechar que ese escueto: “Tú”, que figuraba tan solitario en la alargada casilla: “Asunto”, allí donde el remitente escribe una pista de su contenido, anunciaba algo más personal. Lo que desde luego no pudo imaginar; lo que le dejó absolutamente sorprendida, dibujándole una mueca de asombro en sus sensuales labios cuando lo abrió, fue su primer párrafo, éste anunciaba que el resto iba a ser muy distinto al habitual; bastante más largo que otros y muy, pero que muy serio. De una naturaleza por completo diferente.

Deslizando un poco hacia arriba el bajo de la falda gris que, en la posición sentada en que se encontraba, le llegaba algo más abajo de medio muslo, se rascó, con la brillante uña pintada de granate oscuro, del dedo medio izquierdo, el punto de su precioso muslo donde sintió un súbito picor, con cuidado de no dañar el panty color carne que había estrenado aquella misma mañana. Una vez calmado el prurito; colocó los pies, que calzaban zapatos negros de tacón, en la base de madera circular dotada de ruedas, del cómodo sillón sobre el que descansaba su hermoso trasero, y asiendo con las dos manos el borde de la mesa, tiró hacia delante de éste para aproximarse más al monitor. Cogiendo de la mesa la humeante taza de café bien cargado, que acababa de traer de la cafetería justo después de abrir el e-mail y leer su comienzo, (sabía que lo iba a necesitar para asimilar el resto); tomó un sorbo de su contenido y, suspirando, reanudó la lectura otra vez desde el principio:

Vero: Desde que por cuestiones de trabajo, me trasladaron precipitadamente a Madrid hace unos días, y tuviste a bien permitirme compartir piso contigo, ya que nos une una buena amistad de años, (hasta que encontrara donde alojarme definitivamente), he tratado de respetar tus “premisas”: “Somos amigos, nada más”; que el hecho de que lleves un tiempo de crisis con tu novio: “No significa nada” y que, por tanto, una vez aclarado eso: “Respete tu espacio e intimidad”. Y así lo he hecho. Unos días. Pocos. Poquísimos. Debo confesarte algo. Lo siento; no te enfades:

He descubierto lo excitante de observarte a escondidas. Me crees dormido en mi cuarto mientras te diriges a ducharte al baño anexo a tu dormitorio; y aún me crees en ese estado cuando regresas a éste para vestirte, envuelta en tu albornoz de baño color rosa.

Pero no. No estoy dormido. Siento perfectamente desde mi cuarto, a pesar de tu sigilo habitual, el preciso momento en que te levantas, y aún cuando podría dormir una hora más que tú por entrar más tarde al trabajo, no lo hago.

Desde hace unos días estudio tus costumbres y movimientos, agazapado en la oscuridad del pasillo y en el umbral de tu habitación, arrastrándome por el suelo como una puta rata y procurando ser silencioso como una tumba. Tras comprobar lo férreo de éstos; dos veces, antes de hoy, me he beneficiado de ese conocimiento dando un paso irreversible.

Hoy es el tercer día consecutivo en que me he arriesgado. Una vez te metes en el baño y oigo el sonido del agua de la ducha (tengo un oído muy sensible) salto de mi cama y, tras introducir un par de cojines bajo las mantas, (para simular mi figura en la oscuridad por si te asomaras alguna vez desde el pasillo antes de abandonar la casa), me precipito a tu cuarto en calzoncillos, y me tiro debajo de la cama. ¿Me odias? ¿Crees que estoy loco? Pues acertarías, pero… ¡Loco por ti!

Como tienes la costumbre de no encender la lamparita de tu dormitorio y valerte únicamente de la lengua trapezoidal de luz que sale del cuarto de baño para vestirte, que ilumina lo suficiente, y además deja en penumbra la cama y sus alrededores más inmediatos, no he podido resistir la tentación (me hablaste de esa costumbre tuya nada más venirme a tu casa: que no soportas la luz directa cuando te levantas todavía con sueño. Lo siento, pero ese comentario fue el pistoletazo de salida).

Un morbo incontrolable me impele a no perder detalle de tus evoluciones por el dormitorio cuando vuelves de la ducha frotando con una toalla tu largo, liso, y brillante todavía por la humedad, pelo negro y llega el momento de vestirte para ir al trabajo. Hasta dos días atrás no me había atrevido a arriesgarme de esta forma. Te cuento esto hoy para expiar mi pecado, porque me siento culpable. Y porque después de lo que esta mañana he visto, ya no sé si seré capaz de aguantar otro día debajo de la cama sin abalanzarme sobre ti. A la tercera va la vencida, y esta mañana: me has vencido. ¡Me vuelves loco! ¡Te quiero! ¡Ámame tú también; o échame de tu casa, porque ya no respondo de mis actos! Esta es mi carta de amor, una misiva plena de adoración por ti. La confesión de la pasión de un fetichista irredento. La descripción pormenorizada y devota de lo que mis afortunados ojos han tenido el inmenso placer de contemplar esta mañana asomándose bajo la colcha, a los pies de la cama:

“Te diriges, desprendiendo a tu paso una embriagadora fragancia a gel de lavanda, hacia el armario empotrado de puertas correderas situado frente a los pies de la cama, algo alejado de ella. Tus caderas y nalgas balanceándose en un vaivén estremecedor bajo el albornoz que oculta tu hermosa figura. Al asir con la mano el tirador de una de las puertas éste se te resbala de los dedos produciendo un chasquido metálico bastante fuerte, seguramente debido a que aún llevas éstos algo mojados. Das un respingo encantador elevando los hombros, y miras a la pared de la izquierda, tras la que se halla mi dormitorio, como si pudieras ver a través de ella si el ruido me ha despertado; lejos de sospechar que no sólo no estoy dormido, sino observándote desde el suelo a tus espaldas, bajo la penumbra del borde de la colcha sobre mi cabeza, a los pies de la cama. Ejerciendo con total impunidad mi voyeurismo doméstico. Observo cómo, una vez en la creencia de que mi sueño no ha sido perturbado, aferras el tirador, esta vez con seguridad, y desplazas la puerta corredera hacia la izquierda, dejando a la vista la fila de cajones situada bajo tus vestidos, blusas y faldas que cuelgan de sus perchas perfectamente alineados y ordenados por colores.

Tu mano se aproxima al primer cajón de arriba, el situado a la altura de tu cadera, allá donde guardas tu delicada y seductora ropa interior.

Extraes un par de prendas íntimas (las habituales), de las profundidades del cajón con una mano y con la otra, lo que parece una caja cuadrada y plana de unos doce centímetros de lado y de estrecho borde (la novedad). Como queriendo comprobar alguna indicación impresa en su reverso, elevas la mano por encima de la cabeza y algo a tu derecha, para que la luz te permita verla con más claridad, lo que me permite distinguir en su blanca cubierta lo que parece algún dibujo o foto estilizada y dos o tres letras negras de molde que, desde mi posición, y por lo rápido que bajas luego la mano, no puedo distinguir bien.

Te vuelves, y con un tan seco, como gracioso gesto, también novedoso hoy por tener las dos manos ocupadas, proyectas el culito hacia atrás para cerrar el cajón, dejando la puerta corredera abierta. Te diriges entonces con tus “tesoros” en las manos (pasando frente a mí tus pies metidos en mullidas zapatillas de baño rosas, a juego con el albornoz) hacia mi derecha, en dirección a la acolchada banqueta rectangular, paralela a la cama y algo separada de ella; rebasando aproximadamente la mitad de su largo la línea de los pies de aquella.

Veo cómo depositas las prendas en la banqueta y, de repente, te paras un momento, como cayendo en algo. Entonces te vuelves por donde has venido, volviendo a pasar delante de mí con la perfumada estela de flores a tus espaldas, y rebasando el armario, alcanzas la puerta del dormitorio y la cierras con cuidado. No regresas directamente a la banqueta, sino que te introduces en el cuarto de baño y vuelves con el aparato de música portátil que sueles poner allí; lo enciendes dejando oír una maravillosa música (parece una sinfonía Mozartiana); no sé si se trata de una emisora de radio, o de un CD. Regulas el volumen a un nivel que consideras insuficiente para despertarme (y más con la puerta cerrada), pero suficiente para enmascarar los posibles ruidos por mí producidos (por lo que doy gracias a los hados por esta afortunada apetencia tuya de hoy).

Apoyas el aparato en el extremo de la banqueta más próximo a mí, más allá del punto en que has dejado la ropa interior y el misterioso paquete.

Modifico mi posición recostándome sobre el perfil derecho, mi visión se proyecta ahora hacia la diagonal que, partiendo desde el lateral de tu amplia cama de matrimonio, y llegando al cuarto de baño en la esquina del dormitorio, se cruza contigo junto a la banqueta. Así que sólo me queda llevar la mano izquierda bajo el amorcillado calzoncillo (por suerte soy zurdo), y dar comienzo a la ancestral maniobra que, ya desde los tiempos del “homo habilis”, obsesiona al macho de la especie, asemejándole como ninguna otra al mono. (Aquí vendría bien de banda sonora al fondo, los primeros compases del “Así habló Zaratustra” de “2001”).

Los días anteriores temía tanto que descubrieras mi escondite, que no había considerado la masturbación, ni siquiera me había atrevido a respirar con normalidad, pero hoy, algo más relajado por la bienvenida cobertura musical que camufla mi travesura, me arriesgo a ello. El peligro espolea lo excitante del momento. La recompensa de contemplarte y “gozarte” al mismo tiempo, bien vale el riesgo asumido.

Permaneciendo de pie junto a la banqueta, desatas el cinturón del albornoz y te deshaces de éste dejándolo caer al suelo con brusquedad, (me encanta esa costumbre tuya que vengo observando; como de niña pequeña desordenada), mostrando tu tentador cuerpo de senos con forma de pera y caderas redondeadas, de generoso y firme trasero y de piernas turgentes de preciosas formas. Te inclinas hacia la banqueta y coges la primera prenda de las allí yacentes, a la que darás vida concediéndole el honor de acariciar tu divino cuerpo con su abrazo textil.

Ahora puedo observarte con más claridad ya que esta zona del dormitorio está más próxima a la luz emitida desde el baño. La afortunada prenda elegida en primer lugar es una braguita de color azul pálido, de esas cacheteras que tanto me ponen, cuyos bordes inferiores quedan en el ecuador de las tentadoras esferas gemelas que constituyen tu subyugador trasero. Permaneces todavía de pie y, al inclinarte hacia delante para ponértelas, tu pecho describe un estremecedor movimiento pendular que me vuelve loco. El manoseo en mi entrepierna incrementa su ritmo, aunque procuro ser lo más silencioso posible, tanto en la fricción aplicada, como en no dejar escapar jadeos delatores.

A continuación le llega el turno a la segunda prenda. Al mismo tiempo que te sientas en la banqueta como cabalgando a horcajadas sobre el esquinazo más alejado de mi posición, dejando sobresalir de la entrepierna el pico de ésta, recoges el sostén, (por supuesto el color a juego con el de las braguitas; a ti siempre te gusta ir conjuntada). Introduces los brazos por los tirantes y cerciorándote de que las “copas” queden correctamente situadas frente a tus libidinosos senos, llevas a continuación las manos a la espalda, para enganchar con destreza los corchetes que aseguran la prenda por detrás. Luego compruebas la correcta colocación de las tiras elásticas superiores con un preciso movimiento del dedo gordo de la mano izquierda pasando por debajo del elástico sobre la clavícula derecha y viceversa. Por último llevas las palmas de las manos con los dedos abiertos y curvados, formando sendos boles, hacia la parte baja del sujetador bamboleando las sagradas formas a izquierda y derecha para acabar de ubicarlas con precisión en sus azules alveolos.

Estoy cachondo perdido. La masturbación adquiere tintes enloquecidos durante unos segundos; luego decelero para no irme. Todavía queda lo mejor: “el misterioso estuche de cartón”.

Finalmente giras el tronco hacia tu izquierda, y sin variar la posición en la que te encuentras sentada, recoges de la banqueta la última joya del tesoro extraída del cajón (la más preciada para mí, descubro segundos después). Esa caja de cartón de forma cuadrada y plana acerca de cuya naturaleza interior ya no me restan dudas, pues acabo de ver claramente (ahora sí), la bellísima silueta de la modelo en la foto de la cubierta, y lo que ésta viste, gracias a la pequeña pausa que hace tu mano sosteniendo el paquete a la altura de los ojos para leer algo de la parte posterior.

¡Claro! El otoño está avanzando. Los primeros días frescos han hecho acto de presencia y ha llegado el momento glorioso e inigualable de especial significación para ciertos fetichistas entre los que me encuentro. El excitante prólogo de exacerbados placeres visuales, táctiles, gustativos y olfativos. Hoy es ese primer día que inaugura una nueva y prometedora temporada de otros muchos por venir; porque al fin ha hecho acto de presencia la, tan anhelada, divina prenda. Un hormigueo de excitación recorre mi ser. Incluso, suspendo durante unos segundos la paja, tratando de asimilar que voy a ser privilegiado testigo (“en suelo de primera fila”) de uno de los actos más terriblemente excitantes que pueda concebir un fetichista de mi ralea.

El hecho de que constituya desde ya, y durante largos meses, una prenda connatural a tu vestir diario, es lo que hace especial el día de hoy. No ayer, no mañana, sino hoy. Hoy has decidido que era el día adecuado. Quizá anteayer estuviste a punto de usarlos pero te dio pereza, o sentiste que todavía no era absolutamente necesario enfundártelos. A lo mejor ayer pensaste al bajar algo más la temperatura: “Bueno, hoy lo dejo, pero mañana debería empezar a usarlos, ya ha refrescado lo suficiente y va apeteciendo”. Estas cavilaciones; en ti, y en otras muchas mujeres en estos precisos días del año, y los destellos que inundan mis ojos cuando empiezan a exhibirlos por la calle, alimentan mi imaginario fetichista y “atormentan” mi cerebro como descargas eléctricas de alta energía recorriendo los ins laberintos neuronales de mi enfermiza mente, que descendiendo a continuación al miembro viril, inyectan sangre en los cuerpos cavernosos de éste, generando tremebundas erecciones espontáneas.

En fin. Es el anuncio de la inminente cotidianeidad de su uso, por tu parte y por el de otras féminas; por necesidades climatológicas, y porque a ti, como a otras muchas mujeres también, te gusta bastante llevar falda para exhibir tus preciosas piernas, lo que hace que viva estos momentos como una experiencia sin parangón que convulsiona todo mi ser consciente.

FIN PRIMERA PARTE
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Etiquetas
fetiches, luz, media, parte, primera


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