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Fray Hilarión y Paquita


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Sobre esta importante materia disputaban, esperando a Cunegunda, cuando reparó Cándido en un joven fraile teatino que se paseaba por la plaza de San Marcos, llevando del brazo a una moza. El teatino era robusto, fuerte y de buenos colores, los ojos brillantes, la cabeza erguida, el continente reposado y el paso sereno; la moza, que era muy linda, iba cantando y miraba con enamorados ojos a su teatino, y de cuando en cuando le pellizcaba las mejillas.

-Me confesará a lo menos -dijo Cándido a Martín- que estos dos son dichosos. Excepto en El Dorado, no he encontrado hasta ahora en el mundo habitable más que desventurados; pero apuesto a que esa moza y ese fraile son felicísimas criaturas.

-Yo apuesto a que no -dijo Martín.

-Convidémoslos a comer -dijo Cándido- y veremos si me equivoco.

Se acercó a ellos, les hizo una reverencia y los convidó a su posada a comer macarrones, perdices de Lombardía, huevos de sollo, y a beber vino de Montepulciano, Lacrima Christi , Chipre y Samos. Se sonrojó la mozuela; aceptó el teatino el convite, y le siguió la muchacha mirando a Cándido pasmada y confusa, y vertiendo algunas lágrimas. Apenas entró la mozuela en el aposento de Cándido, le dijo:

-Pues qué, ¿ya no conoce el Cándido a Paquita?

Cándido, que oyó estas palabras, y que hasta entonces no la había mirado con atención, porque sólo en Cunegunda pensaba, le dijo:

-¡Ah, pobre chica! ¿Conque tú eres la que puso al doctor Pangloss en el lindo estado en que lo vi?

-¡Ay, señor!, soy yo en persona -dijo Paquita-; ya veo que está usted informado de todo. Supe las horribles desgracias que sucedieron a la señora baronesa y a la hermosa Cunegunda, y le juro a usted que no ha sido menos adversa mi estrella. Cuando usted me vio era yo una inocente, y un capuchino, que era mi confesor, me engañó con mucha facilidad; las resultas fueron horribles, y me vi precisada a salir del castillo, poco después que le echó a usted el señor barón a patadas en el trasero. Si no hubiera tenido lástima de mí un médico famoso, me hubiera muerto; por agradecérselo, fui poco después la querida del tal médico, y su mujer, endiablada de celos, me aporreaba sin misericordia todos los días. Era ella una furia; él, el más feo de los hombres, y yo, la más desventurada de las mujeres, aporreada sin cesar por un hombre a quien no podía ver. Bien sabe usted, señor, los peligros que corre una mujer desapacible que se ha casado con un médico: aburrido el mío de los rompimientos de cabeza que le daba su mujer, un día, para curarla de un resfriado, le administró un remedio tan eficaz que murió en dos horas, presa de horrendas convulsiones. Los parientes de la difunta formaron causa criminal al doctor, el cual se escapó, y a mí me metieron en la cárcel; y si no hubiera sido algo bonita, no me hubiera salvado mi inocencia. El juez me declaró libre, con la condición de ser el sucesor del médico, y muy en breve me sustituyó por otra; me despidió sin darme un cuarto, y tuve que proseguir en este abominable oficio que a vosotros los hombres os parece tan gustoso y que para nosotras es un piélago de desventuras. Vine a ejercitar mi profesión a Venecia. ¡Ah, señor, si se figurara usted qué cosa tan inaguantable es halagar sin diferencia al negociante viejo, al letrado, al gondolero y al abate; estar expuesta a tanto insulto, a tantos malos tratamientos; verse a cada paso obligada a pedir prestada una falda para hacérsela remangar por un hombre asqueroso; robada por éste de lo que ha ganado con aquél, estafada por los alguaciles y sin tener otra perspectiva que una horrible vejez, un hospital y un muladar, confesaría que soy la más desgraciada criatura de este mundo!

Así descubría Paquita su corazón al buen Cándido, en su gabinete, en presencia de Martín, quien dijo:

-Ya llevo ganada, como usted ve, la mitad de la apuesta.

Se había quedado fray Hilarión en el comedor, bebiendo un trago mientras servían la comida. Cándido le dijo a Paquita:

-Pero si parecías tan alegre y tan contenta cuando te encontré; si cantabas y halagabas al teatino con tanta naturalidad, que te tuve por tan feliz, ¿cómo dices que eres desdichada?

-¡Ah, señor -respondió Paquita- ésa es otra de las lacras de nuestro oficio! Ayer me robó y me aporreó un oficial, y hoy tengo que fingir que estoy alegre para agradar a un fraile.

No quiso Cándido oír más, y confesó que Martín tenía razón. Se sentaron luego a la mesa con Paquita y el teatino; fue bastante alegre la comida, y de sobremesa hablaron con alguna confianza. Le dijo Cándido al fraile:

-Me parece, padre, que disfruta vuestra reverencia de una suerte envidiable. En su semblante brilla la salud y la robustez, su fisonomía indica el bienestar, tiene una muy linda moza para su recreo y me parece muy satisfecho con su hábito de teatino.

-¡Por Dios santo, caballero -respondió fray Hilarión- que quisiera que todos los teatinos estuvieran en el fondo del mar y que mil veces me han dado tentaciones de pegar fuego al convento y de hacerme turco! Cuando tenía quince años, mis padres, por dejar más caudal a un maldito hermano mayor (condenado sea), me obligaron a tomar este execrable hábito. El convento es un nido de celos, de rencillas y de desesperación. Verdad es que por algunas misiones de cuaresma que he predicado me han dado algunos cuartos, que la mitad me ha robado el padre guardián; el resto me sirve para ir de putas; pero cuando por la noche entro en mi celda me dan ganas de romperme la cabeza contra las paredes, y lo mismo sucede a todos los demás religiosos.

Volviéndose entonces Martín a Cándido, con su acostumbrada impasibilidad, le dijo:

-¿Qué tal? ¿He ganado o no la apuesta?

Cándido regaló dos mil duros a Paquita y mil a fray Hilarión.

-Confío -dijo- que con este dinero serán felices.

-No lo creo -dijo Martín- con esos miles los hará usted más infelices todavía.

-Sea lo que fuere -dijo Cándido- un consuelo tengo, y es que a veces encuentra uno gentes que creía no encontrar nunca; y muy bien podrá suceder que después de haber topado con mi carnero encarnado y con Paquita, me halle un día de manos a boca con Cunegunda.

-Mucho deseo -dijo Martín- que sea para la mayor felicidad de usted; pero lo dudo.

-Es usted escéptico -replicó Cándido.

-Porque he vivido -dijo Martín.

"

Extraido del capítulo XXIV de "Cándido o el optimismo". Voltaire
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c) Chupar 30, follar 50; que una prostituta te proponga hacer el amor no tiene precio.
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