Hoy cierro la zapatería. Me jubilo y los chicos no quieren seguir con el negocio, prefieren sus estudios y sus carreras, cómo si yo no hubiera aprendido yo cosas en ella. Sí, me enseñó mucho.


Empecé en ella siendo un zagal, recién terminado el bachillerato mi padre me cogió y me puso a a trabajar.

- Chico, ya estás en edad de dar provecho a tu familia.

La realidad es que en aquella época no había muchas más opciones, así que empecé colocando cajas, barriendo y haciendo recados.

- Chico, acércate al estanco a por un cartón de tabaco. Y cuidado con las vueltas.

Poco a poco, fui conociendo a la clientela y ya pude vender zapatos. En todos estos años he conocido mucha gente. Los viejos te cuentan sus problemas y desventuras, sólo quieren que alguien les haga un poco de caso, como me pasará a mí ahora que me jubilo. Luego están los que te tienen toda la tarde probándose un zapato detrás de otro y no se llevan ninguno. También están los que te gusta que entren, como la señora Martín. Bueno, la llamaba así al principio y siempre que estaba delante mi padre. Luego ya tuve oportunidad de llamarla por su nombre, Carmen. No sé que cara hubiera puesto mi padre de haberlo sabido, sólo me acuerdo de la cara de besugo que ponía cada vez que ella entraba por la puerta.

- Buenas tardes, señora Martín.

Balbuceaba, luego me echaba una mirada y me decía:

- Chico, vete al almacén y barre un poco, que ya la atiendo yo.

Imagino que ella se daba cuenta, las mujeres se dan cuenta de todo. Siempre la llamaba señora Martín, nunca le dejó llamarla por su nombre. Pero eso lo supe más tarde.


Era última hora de la mañana y mi padre no estaba en la tienda. Nos saludamos y me dijo que tipo de zapato quería. Cuando volví del almacén me agaché delante de ella para probárselo, recuerdo que le quité el suyo y fue cuando vi su pie. Ya había visto otros pies y probado otros zapatos, pero está vez fue diferente. Lo sujeté por la planta, y en vez de probarle el zapato, me quedé mirando la puntera de la media que recogía sus dedos. Nunca había visto unas uñas pintadas, ni sabía qué se podían pintar. Y entonces, con mi otra mano acaricié esos dedos, subí por el empeine y seguí por la espinilla hasta la rodilla. No sabía lo que hacía ni podía parar. Al llegar a la falda su voz suave me hizo volver.

- Para, ¿adónde vas?

Me avergoncé y miré a otro lado, a las cajas que tenía al lado.

- Bueno, me los llevo. Dime cuánto es.

Le dije el precio como pude, la cobré y se fue. Cuando se cerró la puerta creo que puse la misma cara de besugo que mi padre, debía ser hereditario.

Esa noche a penas pude dormir, y al día siguiente, mientras estaba en el almacén colocando cajas en las estanterías recordando cómo era el tono rojo de esas uñas mi padre se asomó.

- Chico, ha llamado la señora Martín. Me ha pedido que le llevemos los zapatos que compró ayer, que se le olvidaron. Llévaselos tú...

¡Zas!, colleja.

- ¿Pero no puedes tener cuidado con las cajas y no dejarlas caer? Te he dicho mil veces que tengas cuidado, que se estropean y no está bien darlas así a los clientes. Anda, llévate la caja y después de comer se la acercas. Iría yo, pero llega un pedido y quiero controlar que esté todo. Y atiéndela bien, que es buena clienta.

Sí, tuve oportunidad de atenderla bien. Esa tarde y otras muchas más.

Que gusto poder sentirse príncipe y cenicienta...